4 de octubre de 2025

"Non nobis, Domine."

 

Evangelio según san Lucas 17, 5-10

En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: “Auméntanos la fe”. El Señor contestó: “Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería. Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: “En seguida, ven y ponte a la mesa”? ¿No le diréis: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo; y después comerás y beberás tú”? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: “Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer”.” 

File:The Mulberry Tree by Vincent van Gogh.jpg
                                             La morera, Vincent van Gogh

Todas las virtudes pueden reducirse a la caridad o amor, porque la fe no es otra cosa que el amor que cree; la esperanza, el amor que aguarda; la paciencia, el amor que sufre; la prudencia, el amor que reflexiona; la justicia, el amor que da a cada uno lo que es suyo; y la fortaleza, el amor generoso y valiente que vence.
                                                                                                              San Agustín

Si tuvierais fe como un granito de mostaza… ¿Es que no la tenemos? Nosotros, tan orgullosos de nuestras creencias… Ahí están dos de los obstáculos de la fe: el orgullo y las creencias. Una cosa es la fe, que hemos de encontrar a través del amor, como dice San Agustín, y algo muy diferente, casi antagónico, las creencias.

La humildad permite amar y tener fe, amor que cree; el orgulloso solo se ama a sí mismo. Las creencias son propias de los soberbios, los que se bastan a sí mismos y confían en sus criterios, los ricos de espíritu, las “almas hinchadas” de las que habla la primera lectura (Habacuc 1, 2-3; 2, 2-4).

Los apóstoles piden a Jesús que les aumente la fe, porque ellos ya saben que la fe es un don que reciben los pobres de espíritu. La disponibilidad, el corazón abierto, el “vaso” vacío, preparado para recibir, nos hace merecedores de tal don. La “visión”, de la que también habla la segunda lectura (2 Timoteo 1,6-8.13-14), que abre, ablanda el corazón y lo dispone para amar y creer, se nos da en su momento; Dios sabe cuándo a cada uno.

Somos siervos que hacen lo que tienen que hacer, sin exigir, solo dando, con paciencia y humildad. Reconocemos nuestra incapacidad, nuestra nada, para fundirnos con Jesús. Sabemos que sin Él no somos nada ni podemos nada, mientras que con Él lo somos todo y podemos todo.

Dice San Juan de la Cruz: “Para que dos se unan, tiene que haber semejanza entre ellos y por eso, por ser Dios simple y puro, el alma tiene que volverse también simple y pura y no atada a ningún conocimiento particular.” Simpleza y pureza como las de Dios, para unirnos de tal modo que sea Él quien actúe en nosotros (Isaías 26, 12). 

La fe verdadera que trasciende las creencias nos hace dar un salto valiente y confiado. Nos desapegamos, saltamos al vacío por amor, y entonces llega la visión, y sabemos que Él es Dios (Salmo 46, 11) y vemos, reconocemos Su presencia en nosotros. Ya no hacen falta creencias, “cajoncitos” mentales, seguridades vanas, porque amando, viendo, creyendo, somos capaces de todo, pues es Cristo que vive en nosotros (Gálatas 2, 20).

Unidos a Jesús, comprendemos que Su Reino es perfecto, infinito e ilimitado. Cuando pensamos, sentimos y obramos así, podemos mover montañas o hacer que una morera nos obedezca. Aunque entonces no necesitaremos ni nos preocupará mover montañas o la obediencia de nada ni de nadie, porque habremos encontrado el manantial inagotable de donde fluyen la Vida y la libertad. ¿Quién necesita signos, símbolos o milagros cuando se ha unido con la Sustancia, la Esencia, lo Real? 

Ya no se trata de pensar, sino de sentir, creer con el corazón, que es más que creer, es saber. Si vivimos unidos a Dios, trascendemos los límites y realizamos la armonía, la verdad, las potencias que él depositó en nosotros. Allí donde ya somos reales y plenos, en Cristo, es donde hemos de encontrar la fuerza capaz de mover montañas, pero, a ese no-lugar infinito, solo se accede por el camino estrecho, por el ojo de aguja del desapego y la humildad. Para ser grandes, hemos de ser pequeños, para ser primeros y poder mirar el rostro de Dios, hemos de ser últimos, para ser herederos del Reino hemos de ser siervos que hacen lo que han de hacer.

El pasaje de hoy tiene lugar después de ese otro en el que se nos cuenta el fracaso de los apóstoles al tratar de sanar al niño lunático (Lc 9, 38-43). No lo consiguieron por su falta fe, en cantidad y, sobre todo, en calidad. Porque la verdadera y profunda fe proviene de haber nacido de lo alto, ese segundo nacimiento que permite ver el reino de los cielos, con todas sus potencialidades, dentro de uno mismo. 

Justo antes de la liberación del niño, había tenido lugar el episodio del Tabor. Han visto con sus propios ojos la gloria del Hijo de Dios y aun así no acaban de asimilarlo. Les falta la gracia inspiradora del Espíritu, que despierte sus potencias escondidas y les transforme en hombres valientes, capaces y libres. Solo después de Pentecostés serán realmente conscientes de ese hombre interior, espiritual, que Cristo despierta y conforma en cada uno, hombre nuevo, yo real que es capaz de hacer posible lo imposible.

Si tener verdadera fe en Jesucristo supone estar unido a Él, crecer en fe consistiría entonces en mantenerse unido a Cristo y hacerlo todo en Su nombre. Porque hay dos tipos o niveles de fe. El primero no supera el nivel del entendimiento. La mente es capaz de concebir la existencia de Dios, de integrar esa creencia en la vida cotidiana, disertar sobre ella compartirla… Es a este nivel inferior de fe al que pueden llevar los signos y los milagros. 

Y luego está otro nivel superior de fe, la que Jesús quiere despertar en nosotros. Y esta no necesita evidencias sensibles, porque se instala en el centro del ser. Ahí se siente la presencia de Dios en el corazón, y la unión se realiza. Ya no es la mente, el intelecto, el que cree, ni falta que hace, porque el conocimiento se hace existencial, viviente, sin los filtros de las creencias y los conceptos. Todo se hace secundario ante el inmenso tesoro de vivir unido a Cristo (1 Juan 1, 3; 1 Corintios 6, 17).

No es algo estático sino un proceso dinámico, una relación continua que nos hace ir progresando, creciendo en fe, esto es, en amor, en unión e intimidad con Aquel que hace posible todo, y que ha abrazado al pobre siervo que somos, con un amor tan grande que lo ha transformado en Sí mismo.

Esa es la verdadera fe que mueve montañas vivir en comunión con Él. Ruysbroeck llamaba esta experiencia la “vida viviente”. Ninguna catequesis, ningún doctorado en teología, ninguna brillante carrera eclesial puede otorgar esta experiencia. Solo pueden ayudarnos: el amor que nace de un corazón que se ha vaciado de sí mismo, la pureza y la humildad, la renuncia consciente a la propia voluntad, el  abandono total a la Voluntad de Dios, fuente de la que renacemos.

Si la fe verdadera nace del verdadero amor, creciendo en amor, nuestra fe será aumentada sin límite. Libres del ego, que no puede creer porque no puede amar ni conocer, somos llenados de Verdad y Vida, para que todo nos vaya siendo revelado.  

Es la entrega a Cristo lo que nos permite unirnos a Él y que sea Él quien piense, sienta, haga en nosotros. Y cuando es Cristo quien vive en ti, en mí, somos capaces de hacer las obras que Él hizo e incluso mayores (Juan 14, 12). Pero lo importante no son las obras, los milagros, los imposibles realizados, sino la comunión con Aquel que nos guía hacia el Padre. 

Por eso nos declaramos siervos inútiles, porque nos miramos en el primer Siervo y no queremos otra cosa que ser como Él, almas ligeras, sin pasado, sin futuro, pura Vida que brota de Aquel que hace nuevas todas las cosas. Y lo vivimos con asombro y gratitud cada día, cada instante, compartiendo esta certeza, a veces en silencio, a veces con palabras que evocan la Palabra, como en el blog hermano de los Días de gracia.

Hacemos nuestro una vez más el canto y el lema de los templarios (Non nobis, Domine), orden injustamente difamada, cuyo nombre original es Pobres Caballeros de Cristo y del Templo de Salomón. No eran herejes, sino pobres siervos, como hemos de ser todos.

Non nobis, Domine
Himno inspirado por el Salmo 113:9 . 
San Bernardo de Claraval, primer padre espiritual de
la Orden de los Caballeros Templarios, se lo impuso como lema.

27 de septiembre de 2025

Un abismo inmenso

 

Evangelio según san Lucas 16, 19-31

En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle las llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando sus ojos, vio de lejos a Abrahán y a Lázaro en su seno, y gritó: “Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”. Pero Abrahán le contestó: “Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida y Lázaro a su vez males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros, se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros”. El rico insistió: “Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento”. Abrahán le dice: “Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. El rico contestó: “No, padre Abrahán . Pero, si un muerto va a verlos, se arrepentirán”. Abrahán le dijo: “Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto"."

                                    Lázaro y el rico epulón, Juan de Sevilla

                                                                                                                                                                Quien crea haber entendido las Escrituras sagradas,
y con esa comprensión no practica el amor de Dios
y del prójimo, no ha entendido nada de la Escritura.
                                                                                                                    
                                                                                                                 San Agustín

Todas las lecturas de hoy son un necesario jarro de agua fría para los hombres y mujeres de este siglo, que seguimos viviendo ciegos, inconscientes, dormidos. El corazón de piedra ha de ser cambiado por un corazón de carne, antes de que sea demasiado tarde.

La necesidad de escuchar la Palabra es una de las claves del Evangelio. Cómo escucharla, cómo leerla para asimilarla con todo nuestro ser y ponerla por obra... Sabiendo de Quién nos fiamos (2 Tim 1, 12) y viviendo en consecuencia. Donde pongamos nuestra confianza y nuestro corazón, estará nuestro tesoro (Mt 6, 21), nuestros bienes actuales y también los venideros. Porque ese cielo y ese infierno que retrata la parábola del hombre rico y Lázaro están ya aquí, entre nosotros y dentro de nosotros.

El salmo 145 que cantamos hoy lo dice con claridad: “Alaba, alma mía, al Señor”. Esa es nuestra misión, a eso hemos venido, a alabar a Dios, a glorificarle con nuestras vidas. Todo lo demás es esclavitud, porque, como dice la segunda lectura (1 Tim 6, 11-16), hemos de conquistar la vida eterna a la que fuimos llamados. Si sabemos que los verdaderos bienes son los de arriba y vivimos en consecuencia, guardando el mandamiento sin mancha ni reproche, veremos esa Luz, hasta ahora inaccesible.

El abismo es inmenso entre los que viven tratando de ser fieles a esta misión y los que se dejan atrapar por los bienes de este mundo, con sus placeres efímeros. Unos y otros, tantas veces dentro de uno mismo, la dualidad que nos fragmenta y nos impide Ser. ¡Ay de ellos!, dice el profeta Amós (Amós 6, 1a.4-7), como preludio de las advertencias que nos hace Jesús en el Evangelio.

En esta parábola, no hay una condena de la riqueza por sí misma; Jesús era amigo de pobres y ricos. Lo que hay es una denuncia del desamor, de la indiferencia ante el sufrimiento y las necesidades ajenas, que, veinte siglos después, sigue siendo la actitud habitual. El hombre rico aparece sin nombre, tal vez para que sepamos que puede personificar a cada uno de nosotros.

Hambre, miseria, guerras, desigualdades, injusticias, crímenes, egoísmo, pasividad generalizada… Es el extremo de egoísmo y desamor al que hemos llegado. Cómo no va a estar el planeta estremeciéndose. Hasta los ángeles deben estar espantados de lo que hacemos con el libre albedrío que se nos dio.

Y casi nadie está libre de esta actitud de indiferencia y egoísmo. Vivimos refugiados en cómodos “nidos” materiales y en esos otros nidos invisibles de seguridades, rutinas, creencias..., de separación, en definitiva. La injusticia y el sufrimiento de tantos claman al cielo, por mucho que esta sociedad de egoísmo y hedonismo quiera camuflarlo con parches inútiles para que todo siga igual. 

El abismo infranqueable es la inmensa brecha que separa (en uno mismo, en primer lugar) el hombre interior, libre, capaz de amar, y el hombre exterior o material, esclavo del mundo efímero, que solo se ama a sí mismo, ese sí mismo tan frágil e inconsistente. Aunque un hombre resucite, ¡que lo ha hecho!, el que se acomoda en ese estado exterior superficial y falso no despertará a la vida verdadera, y morirá sin haber conocido los verdaderos bienes, porque habrá malvivido ajeno a ellos.

Todo está a la vista para el que se fía de Jesús y es capaz de ver con ojos que están más allá de los sentidos físicos. Todo a la vista, dentro y fuera: el cielo, el infierno, el purgatorio, los ángeles y los demonios. Pero el que ha alcanzado esa gracia, el que “ha visto”, ha de recordar que esa revelación es una espada de doble filo, porque al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá (Lc 12, 48) . 

    En cambio, el que no imagina que pueda haber nada más allá de este mundo de materia corruptible, no tiene a sus espaldas la gran responsabilidad del que ha logrado asomarse a lo Real y sabe hacia dónde debe apuntar para dar en el centro de la diana. No en vano, uno de los significados etimológicos de la palabra pecado en griego y en arameo es errar la puntería. 

El libro Imitación de Cristo (según casi todos los indicios obra inspirada de Kempis) es implacable cuando aborda el tema de la muerte: “Cuanto más te perdonas ahora a ti mismo y sigues a la carne, tanto más gravemente serás después atormentado, pues guardarás mayor materia para quemarte.” Porque lo que se quema es la carne, es decir, el hombre viejo, el hombre exterior Quemémosle ya, para que viva ahora el hombre interior, el hombre nuevo, nacido de lo alto, capaz de ser y de hacer, capaz de amar. 

Tendamos puentes entre los niveles inferior y superior, mortal e inmortal, que llevamos dentro, para que en todo y todos los que nos rodean desaparezca también ese abismo infranqueable que la indiferencia y el egoísmo pueden hacer eterno. El amor es la argamasa necesaria para construir ese puente, el amor consciente de aquellos que logran despertar y viven velando. 

Es la tibieza, que Cristo rechaza con tremenda radicalidad (Ap. 3, 16), la que nos impide sentir verdadero amor unos por otros, porque nos mantiene adormecidos en ese falso e inestable bienestar egoísta. La tibieza, que nos hace pasar de largo ante la necesidad ajena, escudándonos en que tenemos algo “importante” que hacer, y solo seguimos engordando el ego y enflaqueciendo el espíritu. Nos están poniendo ante un espejo implacable. ¡Ay de…!, dice el profeta Amós; ¡Ay de…! dice Jesús. Son lamentos y advertencias e implacables porque la Palabra de Dios no es moderada, sino clara y directa, siempre eficaz y verdadera.

No podemos pasar por alto las advertencias de las Sagradas Escrituras. Todo es amor, por supuesto, todo es gracia, sí, todo, don gratuito de Dios; pero estamos tan anestesiados, tan llenos de egoísmo, hipocresía, hedonismo y mezquindad, que es urgente despertar, pues ya estamos cayendo al abismo, individual y colectivamente. Esa es la esencia de los mensajes proféticos. El primer y más importante mensaje profético es el propio Evangelio; la parábola de hoy es un ejemplo claro. Y otros muchos pasajes como la parábola del banquete de bodas (Mt 22, 1-14) o el Apocalipsis.

Solemos evitar pensar en todo lo que desagrada o amenaza al ego: el sufrimiento ajeno y también la posibilidad de sufrir uno mismo. Por eso negamos la muerte, no de una forma racional, pues la mente sabe que existe; pero no es lo mismo saber con la mente, tan mecánica y tramposa, que conocer, ser consciente con todo nuestro ser, saber que se sabe. Piensa la muerte nos dice Tomas Moro. ¿Quién la piensa? Pocos, y en realidad, todos estamos muriendo desde que nacemos.

En la película Canción de Navidad de David Hugh Jones (1999), buena adaptación de la obra de Dickens, hay una escena estremecedora. Es aquella en que el Espíritu de las Navidades Presentes muestra a Ebenezer Scrooge (alter ego de tantos en su mezquindad, ojalá lo sea también en su providencial transformación) los dos niños alegóricos que esconde tras su túnica: la Ignorancia y la Indigencia.

Ahora es el tiempo favorable; ahora es el día de la salvación (2 Cor, 6, 2). Debemos asimilar con todo nuestro ser, no solo con la mente mecánica y superficial, que vamos a morir. Y también que la vida eterna comienza aquí, ahora, mientras escribo estas palabras, mientras las lees.


161 Diálogos Divinos, "Purgatorio y sufragios en Divina Voluntad"

20 de septiembre de 2025

"Lo que vale de veras". Hijos de la Luz.

 

Evangelio según san Lucas 16, 1-13

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: Un hombre rico tenía un administrador y le llegó la denuncia de que derrochaba sus bienes. Entonces lo llamó y le dijo: “¿Qué es eso que me cuentan de ti? Entrégame el balance de tu gestión, porque quedas despedido”. El administrador se puso a echar sus cálculos: “¿Qué voy a hacer ahora que mi amo me quita el empleo? Para cavar no tengo fuerzas; mendigar, me da vergüenza. Ya sé lo que voy a hacer para que, cuando me echen de la administración, encuentre quien me reciba en su casa”. Fue llamando uno a uno a los deudores de su amo, y dijo al primero: “¿Cuánto debes a mi amo?” Este respondió: “Cien barriles de aceite”. Él le dijo: “Aquí está tu recibo: aprisa, siéntate y escribe “cincuenta”.” Luego dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?” Él contestó: “Cien fanegas de trigo”. Le dijo: “Aquí está tu recibo: escribe “ochenta”.” Y el amo felicitó al administrador injusto, por la astucia con que había procedido. Ciertamente, los hijos de este mundo son más astutos con su gente que los hijos de la luz. Y yo os digo: Ganaos amigos con el dinero injusto, para que, cuando os falte, os reciban en las moradas eternas. El que es de fiar en lo menudo, también en lo importante es de fiar; el que no es honrado en lo menudo, tampoco en lo importante es honrado. Si no fuisteis de fiar en el vil dinero, ¿quién os confiará lo que vale de veras? Si no fuisteis de fiar en lo ajeno, ¿lo vuestro quién os lo dará? Ningún siervo puede servir a dos amos: porque o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero.

Tiziano Alegoría del Tiempo gobernado por la Prudencia
Alegoría de la Prudencia, Tiziano
                                              
A vosotros se os ha dado el misterio del reino de Dios; en cambio a los de fuera todo se les presenta en parábolas.
Marcos 4, 11
           
Fijaos bien cómo andáis; no seáis insensatos, sino sensatos, aprovechando la ocasión, porque vienen días malos.
                                                                                                        Efesios, 5, 15-16

Reflexionar sobre esta parábola, inquietante y reveladora, es un verdadero reto. Hasta el cardenal Cayetano, célebre por sus profundos y atinados comentarios sobre los textos de Santo Tomás, no tuvo reparo en decir que no se sentía capaz de explicarla, porque no la entendía. Solo podemos asomarnos a ella una y otra vez, para ir asimilando lo que Dios quiera.

Las parábolas de Jesús son sorprendentes, provocadoras y, a veces, como la de hoy, aparentemente inmoral. Y es que resulta imposible adentrarse en la Palabra de Dios con los parámetros de la lógica. No son la razón y la moral convencionales las que nos interpelan en los Evangelios; estamos ante una Palabra viviente que nos impulsa a elevarnos para poder entender. 

Si es Dios mismo Quien nos habla, es inútil escucharle como quien escucha a un ser humano. Intentar poner a Dios a nuestra altura es uno de los recursos que usamos para buscar seguridades en el mundo. No podemos sustituir el Misterio por una explicación humana o por un guión de moralidad. A veces nos resultará más fácil conectar con Él (porque Él se deja, no por nuestros méritos), otras veces, se mostrará como el Gran Interrogante.

No se trata de subestimar la moral, que es la base de muchas de las explicaciones que se dan sobre esta y otras parábolas, sino alertar sobre la diferencia entre la simple moral humana y lo Absoluto; entre lo mensurable y lo Inconmensurable; entre la justicia exterior y la Ley de Dios, grabada en nuestros corazones, ese Reino de los Cielos en cada uno, que se asienta en la Verdad, inabarcable y eterna.

Las parábolas en los Evangelios son Revelación, por eso muestran y esconden, velan y revelan. Además, son siempre contenidas: no falta ni sobra nada. Y pocas parábolas tan mal asimiladas como esta que contemplamos hoy, reducida a veces a una simplificación maniquea. 

       ¿Qué lección podemos sacar de una parábola tan paradójica? ¿Qué enseñanzas nos están siendo ofrecidas para que despertemos y despejemos los ojos capaces de ver y los oídos capaces de oír? Empecemos con el dualismo entre hijos del mundo e Hijos de la Luz, que nos llevará a observarnos a nosotros mismos para buscar una integración de esas dos "categorías", a través de la conversión sincera.

En una sociedad como la nuestra, en la que la ley ampara las mayores tropelías, somos aún capaces de creernos del grupo de los buenos, los morales, los justos. Pero, como solemos recordar, todas las páginas del Evangelio están dirigidas a cada uno de nosotros, nos retratan y evidencian nuestras miserias y las trampas y obstáculos interiores que nos impiden seguir fielmente a Jesucristo.

Cuando leemos esta parábola y tantas otras, de entrada, suele saltar el mecanismo que nos impide vernos reflejados en los personajes infieles, traidores, cobardes… Y nos perdemos la esencia del mensaje y su eficacia. Si nos decimos: “Yo nunca haría eso, jamás”, es que conocemos poco la condición humana y nos conocemos poco a nosotros mismos. El ser humano es capaz de lo mejor y de lo peor (lo vemos en el blog hermano Días de Gracia). Se trata de empezar a optar constantemente por lo mejor, porque, aunque el día está de caída, aún tenemos luz.

            Podemos seguir ahondando, fijándonos en el concepto de astucia, que puede ser malintencionada o también una defensa. Astucia sin doblez ni perversión, que tiene que ver con el sentido común y la prudencia. Conociendo nuestra naturaleza errática y vulnerable, necesitamos ponernos bajo la influencia del Reino de los Hijos de la Luz, para dar un salto en conciencia y libertad. Sabemos que estamos en el mundo aunque no somos del mundo; por eso el mundo nos puede atrapar y sacar del camino que conduce a la Meta. 

¿Es injusticia, o justicia? ¿Fidelidad o infidelidad? Lo que se alaba en la parábola es la voluntad del mayordomo de salvarse, de salir como sea del atolladero al que le han llevado sus errores, desplegando las estrategias que le inspira la sagacidad que suele surgir en los momentos críticos. Nos lleva a preguntarnos si realmente estamos poniendo todo nuestro ser en lo que importa, “lo que vale de veras”. Cuánto interés pone el mayordomo desesperado, y qué poco solemos poner nosotros en lo esencial, adormecidos por la rutina y las comodidades.

El mayordomo de la parábola, cuando espabila y diseña su estrategia, no está actuando como hijo de la luz, sino como hijo de este mundo, pero está, además, construyendo un puente que le va a permitir, como intuimos por la alabanza de su señor, empezar a actuar como hijo de la luz. Parece que va a estar dispuesto a dar el salto que permite dejar de idolatrar los bienes del mundo y servirlos, para servirse de ellos como instrumento hacia un Bien superior. Y un día, esa dimensión (del mundo, de lo ajeno bien cuidado, con fidelidad y diligencia), una vez elevada y trascendida, será la que lo convierta en hijo de la luz, digno de lo propio, las moradas eternas. Porque el mayordomo, en su plan desesperado, ya no está sirviendo al dinero, sino sirviéndose de él, para salir adelante. 

El Evangelio va siempre mucho más lejos de lo que pensamos. ¿Es entonces infiel o es fiel? En la versión griega se le califica como phronimos, que significa prudente y mucho más: diligente, capaz de discernir, despierto, rápido, inteligente. Como las cinco vírgenes prudentes, calificadas como phronimoi. Así llama Mateo al siervo fiel y diligente que se mantiene despierto, esperando a su señor, y también al hombre que edifica sobre roca.

No podemos ser fieles en lo importante, lo del Reino, si no sabemos serlo antes en lo menudo. El mayordomo ha sido fiel y diligente en lo poco, lo material. Él ha despertado en una situación crítica y es capaz de encontrar una solución rápida y eficaz según los parámetros del mundo, pero, si ahondamos más, vemos que también según los parámetros del Reino, porque, en el fondo de la parábola, subyace la idea de perdón (no en vano pertenece al grupo de las parábolas de la Misericordia). Él condona parte de la deuda y no para su beneficio, sino por un bien superior, que es sobrevivir, salir adelante, aprovechar esa oportunidad que se le presenta, y, aquí está la clave, perdonando, condonando, redimiendo deuda. Ya no está adorando al ídolo que es el dinero, lo está utilizando, se está sirviendo de él.

Si damos otra vuelta de tuerca, en realidad toma sobre sí esa parte redimida de la deuda. Observemos que la deuda es "cien", en los dos ejemplos presentados, número de totalidad. En la audacia que le confiere su angustiosa situación, se hace responsable de esa deuda, se carga a las espaldas esa parte condonada. Pero lo más importante es que decide, actúa, realiza, transforma con agilidad una situación en otra. Aprende y crece en ingenio, en capacidad actuar y de discernir. Y es muy posible que lo aprendido con sudor, angustia, acaso lágrimas, le sirva en lo sucesivo para lo menudo y para lo importante, lo poco y lo mucho, lo ajeno y lo propio, para el mundo y para el Reino. Por eso es alabado. Ha andado despierto y diligente para salir del atolladero. Esa diligencia es la que hemos de tener, no solo en lo del mundo, sino, sobre todo, en lo que vale de veras.

Se trata, al fin y al cabo, de escoger si queremos trabajar y vivir para lo ilusorio y efímero, o para lo esencial, lo verdadero. En el mundo, nos encadenamos a lo material, lo transitorio, y perdemos de vista lo eterno. Buscamos necesidades absurdas porque hemos creado una escala de valores diabólica que nos impide vivir como los hijos de la luz que estamos llamados a ser. Si nos observáramos con sinceridad, veríamos cuántas veces escogemos las sombras y servir a los falsos señores de la mentira y la muerte. Traicionamos nuestro destino y nuestra verdad interior, y luego nos engañamos a nosotros mismos para poder soportar esa traición que nos condena. Porque es uno el que escoge ser de los elegidos, y es uno también el que se condena. He ahí el doble filo del maravilloso libre albedrío con el que el Señor nos hizo las criaturas más dignas.

En el mundo es habitual la mentira, el robo, casi siempre camuflado, la traición, un puro engranaje de estafa moral y material, de mentira continuada a uno mismo y a los demás. Es Mammón (Mem-Mem-Noun, el reino material corrupto, de entropía y disolución), que con su locura, ceguera y egoísmo, temeroso de perder su efímero poder, quiere someternos a su espiral de falsedades. Qué poco nos resistimos...; preferimos quedarnos en Egipto, la tierra de tinieblas y de muerte, y olvidar que hay una tierra que nos fue prometida, donde vivir libres y felices, sin esclavitud ni idolatría

La astucia diabólica va diseñando sus pruebas, adaptándolas a cada uno. Pero esa astucia de iniquidad puede ser vencida por la fuerza de la verdadera inteligencia, la que conecta con el corazón.Aprendamos a vivir en el mundo sin ser del mundo, discretos, astutos como serpientes y mansos como palomas. Que nada de este mundo ciego y efímero nos seduzca, nos atrape, nos haga perder de vista al único Señor.

Procuremos vivir en la Verdad continuamente. Porque muchos son los llamados y pocos los elegidos, y decidir ser de los elegidos, elegirse, exige un continuado trabajo personal. Si no fuera por la gracia, resultaría imposible esa conquista de la libertad y autenticidad interiores que luego han de manifestarse en lo exterior. Porque Mammón no solo reina en lo que concierne al dinero, sino en todo ese mundo ilusorio que hemos creado con tantos ídolos que nos roban el corazón y la conciencia. Si nos inclinamos hacia él y toda su colección de ídolos vanos y quebradizos estamos renegando del único Señor (Mt 6, 24). Pero, como dice Teófano el Recluso, en preciosa paradoja, la gracia solo actúa si nos esforzamos en obtenerla.

Lo difícil es discernir cuando los límites entre lo lícito y lo ilícito, lo justo y lo injusto han sido derruidos. Basta abrir un periódico o escuchar las noticias para comprobar cómo servimos a Mammón con el beneplácito de las instituciones y colectivos. ¿Cómo ponernos la medalla de hijos de la luz o, por el contrario, cómo juzgar a los que sirven al mundo y sus idolatrías, si luz y sombra, justicia y villanía, se mezclan en nosotros?

Es mucho más que escoger entre Dios y el dinero, concepto que engloba todas las idolatrías. Se trata de escoger entre Dios y lo que no es Dios, entre el Ser y lo irreal, entre la Verdad y la mentira. Sombra y luz, bien y mal, codicia y generosidad que conviven en cada uno. Es una elección continua. Cada día, cada hora, cada instante, hemos de optar entre vivir despiertos o dormidos, entre vivir para lo Real o para lo falso, para Dios o para el mundo. 

Cuando uno ha derrochado durante años la fortuna que puso en sus manos el Señor, y siente que ha cometido el peor robo posible, que es pretender robar al Creador, puede resignarse a su suerte y dar todo por perdido, o puede, con un arranque desesperado de astucia legítima, apresurarse a ganar amigos para las moradas eternas utilizando, si es preciso, ese pasado errático. Porque, igual que el mayordomo, infiel o fiel, estafador o diligente, está en uno mismo, los amigos para el Reino también. Así que: vamos, aprisa, antes de que el Señor venga (que siempre viene, que siempre está y sonríe ante nuestra ingenua osadía), hagamos lo que sea por no perder la oportunidad de vivir, porque, si por nuestra iniquidad y despilfarro de lo que vale de veras, merecemos ser "despedidos", el anhelo de la Vida y la prontitud en recuperar lo perdido como sea nos reconciliará con el Señor y en su abrazo descubriremos que nuestras "trampas" son la sombra de nuestro coraje, nuestra falsedad, un pálido reflejo de la Verdad que Él sembró en nosotros antes de todos los tiempos. 

Podemos hacer con el pasado turbio un puente que sirva de atajo o un trampolín hacia el Reino. Porque, ¿quién podría llegar a la Meta sin atajo o trampolín…? ¡Nos los está brindando el Mismo que nos cuenta la parábola! Hablaba en parábolas para todos, y de un modo más directo a sus discípulos más fieles y cercanos. Optemos por Él cada día, hasta que no haga falta seguir escogiendo, porque nuestra unión sea indisoluble y nuestra decisión irrevocable. Entonces no harán falta más parábolas, porque nos explicará todo directamente, en el silencio espacioso y profundo de nuestro corazón, donde habrá hecho su morada.

Reconocer que hemos dilapidado la cuantiosa fortuna que el Señor puso en nuestras manos nos lleva a una situación crítica. Algunos se rinden al desastre. Otros sienten el desgarro que inicia la conversión y se las ingenian para compensar de algún modo el único verdadero fracaso. Porque todo es remediable menos perder la Vida, despreciar la eternidad, exiliarse voluntariamente del Reino.

                                                             Tu "te amo"

13 de septiembre de 2025

Salve, oh Cruz, nuestra única esperanza

 

Evangelio según san Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él, no será condenado; el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. Ésta es la causa de la condenación: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.
Cristo en la cruz, en un paisaje de Toledo (El Greco) - Wikipedia, la  enciclopedia libre
Cristo Crucificado, El Greco

¡Salve, oh Cruz, nuestra única esperanza,
En estos tiempos difíciles!
Damos gracias por tu piedad,
perdona nuestros pecados.

                                                            San Venancio Fortunato 

Hoy celebramos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz y ponemos nuestra mirada en Aquel que traspasaron, para intentar comprender por qué a lo largo de los siglos los cristianos hemos dicho: 
O Crux ave, spes unica!, "¡Oh Cruz, nuestra única esperanza!"

Toda la historia cabe en ese instante. En esa cruz están todos los mundos posibles, y, en ese cuerpo que muere, cabe toda la humanidad: la muerta, la viva, la por nacer. En ese dolor supremo, están contenidos los dolores del universo de todas las épocas. En ese amor extremo y perfecto, cabe todo el amor imperfecto de todos los hombres que han esperado, muchas veces sin saber que lo esperaban, un salvador que les abriera las puertas de la Vida.

¿Nos atrevemos a morir con Él para poder resucitar y alumbrar nueva vida? Creemos en Jesucristo, le amamos como podemos o sabemos, queremos ser sus discípulos… Pero nos cuesta  comprender el mensaje del Maestro en toda su profundidad. Y la Cruz aceptada y vivida es maestra eficaz que hace posible el segundo nacimiento del que Jesús habló a Nicodemo, quitándonos todo aquello que estorba, que nos falsea y deforma, que endurece y cierra el corazón. 

Somos incapaces, por nosotros mismos de quitarnos las miserias que nos lastran y mantienen en las tinieblas de una voluntad humana obrando sin la Voluntad de Dios. Por eso la Cruz es nuestro bien más preciado porque es capaz de purificarnos  y liberarnos de lo que nos mantiene a ras de tierra. La Cruz, en sus infinitas versiones de sufrimiento que puede experimentar la criatura, es transformadora, quema lo que nos sobra, lo que no puede entrar en el cielo. El sufrimiento conscientemente vivido es así un don, un tesoro necesario para cruzar en vertical la Voluntad Divina a la voluntad humana, que se cruzó en horizontal, y restaurar el orden del Plan original de Dios, fundiendo nuevamente nuestra voluntad a la Suya. 

Jesús predica el Reino, los apóstoles predican a Jesús crucificado como puente para llegar al Reino. Las enseñanzas del Reino de la Divina Voluntad dictadas por Jesús a Luisa Piccarreta nos dicen que es hora de predicar al ser humano crucificado con Jesús, como camino directo hacia la santidad divina que Dios quiere que alcancemos. 

Si miramos el Misterio del Gólgota y la Resurrección con los ojos del corazón, descubrimos que el Reino de Dios es Jesucristo. Dice Ivo Le Loup que el único modo de poder imaginar lo que puede llegar a ser la vida en ese Reino es mirar lo que Él ha hecho aquí abajo. Si la Encarnación es ya un acto de amor infinito de Dios hacia el hombre, su Sacrificio y su Resurrección son la plenitud de ese amor, algo tan inconcebible que la mente se rinde y se retira.

Por eso rechazar la cruz es signo de condenación y aceptarla y vivirla en unión con Jesucristo, con la Divina Voluntad como vida es signo de salvación y camino seguro para llegar a la Gloria. Luisa Piccarreta hace este elogio de la cruz en 1899, cuando Su Amado Jesús le pide que exprese lo que es para ella la cruz:

“Amado mío, ¿quién te puede decir qué cosa es la cruz?, sólo tu boca puede hablar dignamente de la sublimidad de la cruz, pero ya que quieres que hable yo, está bien, lo hago: La cruz sufrida por Ti me liberó de la esclavitud del demonio y me desposó con la Divinidad con nudo indisoluble; la cruz es fecunda y me pare la gracia; la cruz es luz y me desengaña de lo temporal, y me descubre lo eterno; la cruz es fuego, y todo lo que no es de Dios lo vuelve cenizas, hasta vaciarme el corazón del más mínimo hilo de hierba que pueda estar en él; la cruz es moneda de inestimable precio, y si yo tengo, Esposo Santo, la fortuna de poseerla, me enriqueceré de monedas eternas, hasta volverme la más rica del paraíso, porque la moneda que corre en el Cielo es la cruz sufrida en la tierra; la cruz me hace conocerme más a mí misma, y no sólo eso, sino me da el conocimiento de Dios; la cruz me injerta todas las virtudes; la cruz es la noble cátedra de la Sabiduría increada, que me enseña las doctrinas más altas, sutiles y sublimes; así que sólo la cruz me develará los misterios más escondidos, las cosas más recónditas, la perfección más perfecta escondida a los más doctos y sabios del mundo. La cruz es como agua benéfica que me purifica, no sólo eso, sino que me suministra el nutrimento a las virtudes, me las hace crecer y sólo me deja cuando me conduce a la vida eterna. La cruz es como rocío celeste que me conserva y me embellece el bello lirio de la pureza; la cruz es el alimento de la esperanza; la cruz es la antorcha de la fe obrante; la cruz es aquel leño sólido que conserva y mantiene siempre encendido el fuego de la caridad; la cruz es aquel leño seco que hace desvanecer y poner en fuga todos los humos de soberbia y de vanagloria, y produce en el alma la humilde violeta de la humildad; la cruz es el arma más potente que hiere a los demonios y me defiende de sus garras. Así que el alma que posee la cruz, es de envidia y admiración a los mismos ángeles y santos; de rabia y desdén a los demonios. La cruz es mi paraíso en la tierra, de modo que si el paraíso de allá, de los bienaventurados, son los gozos; el paraíso de acá son los sufrimientos. La cruz es la cadena de oro purísimo que me une Contigo, mi sumo Bien, y forma la unión más íntima que se pueda dar, hasta hacer desaparecer mi ser y me transforma en Ti, mi objeto amado, tanto de sentirme perdida en Ti y vivo de tu misma vida”. 

                                 222. Diálogos Divinos. Crucifixión Divina

4 de septiembre de 2025

"Alter Christus"

 

Evangelio según san Lucas 14, 25-33

En aquel tiempo, mucha gente acompañaba a Jesús; él se volvió y les dijo: “Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío. Así, ¿quién de vosotros, si quiere construir una torre, no se sienta primero a calcular los gastos, a ver si tiene para terminarla? No sea que, si echa los cimientos y no puede acabarla, se pongan a burlarse de él los que miran, diciendo: “Este hombre empezó a construir y no ha sido capaz de acabar”. ¿O qué rey, si va a dar la batalla a otro rey, no se sienta primero a deliberar si con diez mil hombres podrá salir al paso del que le ataca con veinte mil? Y si no, cuando el otro está todavía lejos, envía legados para pedir condiciones de paz. Lo mismo vosotros: el que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío.”

                                 El sermón del monte, Carl Heinrich Bloch

Fijos los ojos en el que inició y completa nuestra fe, Jesús, quien, en lugar del gozo inmediato, soportó la cruz, despreciando la ignominia.
          Hebreos 12, 2

El abandono consiste en librarse de las propias particularidades personales con la finalidad de crear en sí el espacio para la presencia y la acción de Dios.
                                                                             Edith Stein

La primera lectura de hoy (Sab 9, 13-18) nos introduce en lo que nos va a mostrar de forma contundente el Evangelio, al mencionar lo que lastra el alma. Va haciendo un desglose de las limitaciones humanas: pensamientos mezquinos, razonamientos falibles, cuerpo mortal, ignorancia... Iniciar el camino de la Sabiduría exige conectar con esa parte de nosotros llamada a perdurar. Solo el Espíritu de la Verdad, que Jesús da a los que se lo piden (Lc 11,13),  puede ayudarnos a realizar esa “conexión” y permanecer en el nivel de conciencia que permite superar la falacia de los pares de opuestos, el mundo ilusorio de la dualidad.

Como nos recuerda el Salmo 89, Dios es nuestro refugio desde siempre. Por eso hay que desapegarse de lo transitorio, conscientes de que nuestros más elevados bienes nos vienen de lo alto y que si ponemos el corazón en lo material, siempre efímero, lo perdemos todo.

La segunda lectura (Flm 9b-10.12-17) vuelve a hablar de los lazos espirituales, infinitamente superiores a los carnales. Porque la libertad a la que nos guía la Sabiduría fortalece la fraternidad; escuchar a Cristo y cumplir la voluntad del Padre es conectar con la verdadera familia (Lc 8, 21). Ese nivel de ser nos dará las herramientas y materiales necesarios para acabar la construcción de la torre, y el ejército necesario para detener a cualquier oponente.

Los cristianos aceptamos de buen grado las limitaciones de la condición humana, con la esperanza de que serán trascendidas, porque Jesús ha venido a ensalzar todo lo que estaba caído. La opción de Cristo, el seguimiento consciente y libre, nos otorga ya, aquí y ahora, la vida eterna, plena y gloriosa. Hacer de Él nuestra referencia, ese es el Camino. Quien mantiene sus ojos fijos en Él no pierde nada, porque la perspectiva se amplía hasta lo infinito, y todo se va transfigurando, iluminado por la luz de Jesucristo.

Estamos de nuevo ante el “camino del no soy” que tantas veces hemos contemplado: de la riqueza a la pobreza; del orgullo a la humildad; de la idolatría de los bienes del mundo, a la desposesión que hace posible la entrega total.

Hoy se mencionan los lazos familiares, los apegos humanos, tal vez los más difíciles de soltar. La clave de que no hay que abandonar literalmente a los seres queridos está en las palabras “incluso a sí mismo”. Lo que se nos pide es renunciar a lo que hay de egoísmo, de posesividad en esos afectos. 

Renuncio a mí mismo, pero soy yo quien sigue a Cristo. Renuncio a padre y madre, hermanos, amigos, sin abandonarles. Amándoles y sirviéndoles de un modo no exclusivo, codicioso o dependiente, es como sigo al Maestro, que nos enseña a ser libres para amar de verdad, sin la cizaña del apego y el egoísmo. Renuncio al ego y al ap-ego para aprender a ser el “yo” que Él quiere que sea, el que el Padre concibió antes incluso de que mi madre me soñara, antes aún de que ella naciera (Is 49, 1). Renuncio al ego que este mundo, con sus condicionamientos, expectativas y prejuicios, ha ido alimentando, para ser quien Jesucristo recreó en el Árbol de la Vida que es la Cruz.

Corremos el riesgo de ser tan optimistas y sentirnos tan seguros de nosotros mismos que no calculemos los gastos a la hora de construir "la torre", la obra que es nuestra vida. Es esencial reconocer la propia nulidad, mantener una constante atención para ser consciente de las propias limitaciones. El que no realiza esta ardua tarea no se entregará con absoluta confianza al Maestro. Porque en eso consiste renunciar a todo, incluso a sí mismo, por Él: en darse por entero. Y para darse, hay que tenerse. No puedo dar lo que no tengo; he de ser dueño de mí mismo para poder darme.

En ese proceso que me permite ser dueño de mí para darme, es donde debo calcular los gastos con objetividad y rigor. Entonces ya no seré una marioneta en manos de las circunstancias, los pensamientos y emociones terrenales que desglosa la primera lectura, tan diferentes de la lúcida conciencia de mi propia limitación.

La verdadera traducción no es “posponer” (Lc 14, 26), sino “odiar”, de miseô. Es el mismo verbo que se usa en Mc 13, 13; Mt 24, 9s; 10, 22; Lc 21, 17; 6, 2, cuando se dice que seremos “odiosos” a causa de Jesús. No se nos pide que odiemos a nuestros seres queridos, claro, sino que rechacemos en nuestro amor por ellos lo humano separado de lo divino. Se trata de escoger lo real, lo eterno, lo creado y amado por Dios antes de que la voluntad humana se separara de la Divina y quisiera ser Dios sin Dios. Volver al Plan Original nos hará recuperar lo que hemos dejado, pero transfigurado y enaltecido. Es lo que canta un himno de la liturgia de las horas: "la pura eternidad de cuanto amo", que inserto abajo.

El jueves celebraremos la Natividad de la Virgen María. Ella es modelo de renuncia, pues para decir sí a la increíble propuesta que Dios le hacía, no solo tuvo que renunciar a la lógica y a la seguridad, sino también a los sueños y proyectos de cualquier adolescente de la Galilea de entonces: entregarse a su marido, dar a luz varios hijos, criarlos a todos, verlos crecer y hacerse adultos felices y respetados, confiar en que fueran su apoyo en la vejez... Ella es modelo y maestra para todos, porque Jesús no está hablando solo para los apóstoles, ni siquiera para los discípulos más cercanos, sino a la "mucha gente que lo acompañaba", esto es, nos lo está diciendo a todos. La renuncia radical a los apegos y cargar con la propia cruz para seguirle son una consigna universal. 

Abraham estaba dispuesto a matar a su único hijo, Isaac, tan querido, para cumplir la voluntad de Dios. Todos tenemos un “Isaac” en nuestras vidas, una persona, un proyecto, una forma de vida, un anhelo, alguien o algo cuya pérdida nos rompería el corazón. Pero solo un corazón roto, o dispuesto a ser destrozado por amor, puede ser un corazón verdadero, ya no de piedra, ni cerrado o protegido para evitar el sufrimiento, sino de carne, abierto y disponible para amar. 

Tras el temor opaco de las lágrimas,
no estoy yo solo.
Tras el profundo velo de mi sangre,
no estoy yo solo.

Tras la primera música del día,
no estoy yo solo.
Tras la postrera luz de las montañas,
no estoy yo solo.

Tras el estéril gozo de las horas,
no estoy yo solo.
Tras el augurio helado del espejo,
no estoy yo solo.

No estoy yo solo; me acompaña, en vela,
la pura eternidad de cuanto amo.
Vivimos junto a Dios eternamente.